lunes, 27 de septiembre de 2010
Billy looked at the clock on the gas stove. He had an hour to kill before the saucer came. He went into the living room, swinging the bottle like a dinner bell, turned on the television. He came slightly unstuck in time, saw the late movie backwards, then forwards again. It was a movie about American bombers in the Second World War and the gallant men who flew them. Seen backwards by Billy, the story went like this:
American planes, full of holes and wounded men and corpses took off backwards from an airfield in England. Over France a few German fighter planes flew at them backwards, sucked bullets and shell fragments from some of the planes and crewmen. They did the same for wrecked American bombers on the ground, and those planes flew up backwards to join the formation.
The formation flew backwards over a German city that was in flames. The bombers opened their bomb bay doors, exerted a miraculous magnetism which shrunk the fires, gathered them into cylindrical steel containers, and lifted the containers into the bellies of the planes. The containers were stored neatly in racks. The Germans below had miraculous devices of their own, which were long steel tubes. They used them to suck more fragments from the crewmen and planes. But there were still a few wounded Americans, though, and some of the bombers were in bad repair. Over France, though, German fighters came up again, made everything and everybody as good as new.
When the bombers got back to their base, the steel cylinders were taken from the racks and shipped back to the United States of America, where factories were operating night and day, dismantling the cylinders, separating the dangerous contents into minerals. Touchingly, it was mainly women who did this work. The minerals were then shipped to specialists in remote areas. It was their business to put them into the ground., to hide them cleverly, so they would never hurt anybody ever again.
The American fliers turned in their uniforms, became high school kids. And Hitler turned into a baby, Billy Pilgrim supposed. That wasn't in the movie. Billy was extrapolating. Everybody turned into a baby, and all humanity, without exception, conspired biologically to produce two perfect people named Adam and Eve, he supposed.
("Slaughterhouse five", Kurt Vonnegut)
American planes, full of holes and wounded men and corpses took off backwards from an airfield in England. Over France a few German fighter planes flew at them backwards, sucked bullets and shell fragments from some of the planes and crewmen. They did the same for wrecked American bombers on the ground, and those planes flew up backwards to join the formation.
The formation flew backwards over a German city that was in flames. The bombers opened their bomb bay doors, exerted a miraculous magnetism which shrunk the fires, gathered them into cylindrical steel containers, and lifted the containers into the bellies of the planes. The containers were stored neatly in racks. The Germans below had miraculous devices of their own, which were long steel tubes. They used them to suck more fragments from the crewmen and planes. But there were still a few wounded Americans, though, and some of the bombers were in bad repair. Over France, though, German fighters came up again, made everything and everybody as good as new.
When the bombers got back to their base, the steel cylinders were taken from the racks and shipped back to the United States of America, where factories were operating night and day, dismantling the cylinders, separating the dangerous contents into minerals. Touchingly, it was mainly women who did this work. The minerals were then shipped to specialists in remote areas. It was their business to put them into the ground., to hide them cleverly, so they would never hurt anybody ever again.
The American fliers turned in their uniforms, became high school kids. And Hitler turned into a baby, Billy Pilgrim supposed. That wasn't in the movie. Billy was extrapolating. Everybody turned into a baby, and all humanity, without exception, conspired biologically to produce two perfect people named Adam and Eve, he supposed.
("Slaughterhouse five", Kurt Vonnegut)
domingo, 26 de septiembre de 2010
La levedad y el peso
La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?
El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros.
¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno?
Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable.
Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses.
Digamos, por tanto, que la idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un modo distinto de como las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina.
No hace mucho me sorprendí a mí mismo con una sensación increíble: estaba hojeando un libro sobre Hitler y al ver algunas de las fotografías me emocioné: me habían recordado el tiempo de mi infancia; la viví durante la guerra; algunos de mis parientes murieron en los campos de concentración de Hitler; ¿pero qué era su muerte en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me habían recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?
Esta reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno, porque en ese mundo todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido.
Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada (das schwerste Gewicht)
Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.
¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.
Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.
Entonces, ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?
Este fue el interrogante que se planteó Parménides en el siglo sexto antes de Cristo. A su juicio todo el mundo estaba dividido en principios contradictorios: luz—oscuridad; sutil—tosco; calor—frío; ser—no ser. Uno de los polos de la contradicción era, según él, positivo (la luz, el calor, lo fino, el ser), el otro negativo.
Semejante división entre polos positivos y negativos puede parecemos puerilmente simple. Con una excepción: ¿qué es lo positivo, el peso o la levedad?
Parménides respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo.
¿Tenía razón o no? Es una incógnita. Sólo una cosa es segura: la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.
("La insoportable levedad del ser", Milan Kundera)
El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros.
¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno?
Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable.
Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses.
Digamos, por tanto, que la idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un modo distinto de como las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina.
No hace mucho me sorprendí a mí mismo con una sensación increíble: estaba hojeando un libro sobre Hitler y al ver algunas de las fotografías me emocioné: me habían recordado el tiempo de mi infancia; la viví durante la guerra; algunos de mis parientes murieron en los campos de concentración de Hitler; ¿pero qué era su muerte en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me habían recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?
Esta reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno, porque en ese mundo todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido.
Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada (das schwerste Gewicht)
Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.
¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.
Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.
Entonces, ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?
Este fue el interrogante que se planteó Parménides en el siglo sexto antes de Cristo. A su juicio todo el mundo estaba dividido en principios contradictorios: luz—oscuridad; sutil—tosco; calor—frío; ser—no ser. Uno de los polos de la contradicción era, según él, positivo (la luz, el calor, lo fino, el ser), el otro negativo.
Semejante división entre polos positivos y negativos puede parecemos puerilmente simple. Con una excepción: ¿qué es lo positivo, el peso o la levedad?
Parménides respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo.
¿Tenía razón o no? Es una incógnita. Sólo una cosa es segura: la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.
("La insoportable levedad del ser", Milan Kundera)
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